¡FATALIDAD EN EL RIF!
Corresponsal de guerra
1 de junio de 1921
Las harkas rifeñas capturan una batería
Vista del blocao de Abarrán, caído en manos del enemigo
Filiberto Panzarotti, Annual-
Toda tragedia tiene un comienzo. Una siniestra sombra de la que pocos saben advertir su largura, la enormidad del dolor que asoma en minúsculos temblores de oscuridad, en los lugares más perdidos e insospechados.
Todo era gloria y victoria hasta este día para la Comandancia General de Melilla. Si es que mereciese tal nombre el puñado de tropas que se habían adentrado cientos de kilómetros dispersos por las áridas montañas del Rif.
Aquellos pobres hombres de recluta forzosa, sin apenas instrucción, equipamiento anticuado, escasos suministros, pero sobre todo sin agua, estaban repartidos en pequeños grupos por los blocaos del Rif. Por suerte, pensaban, tenían al mando al mayor de los héroes. Al general Silvestre, aquél bravo mutilado con Baraka y decenas de heridas por todo su cuerpo. A aquel que siempre y en las peores condiciones había salido victorioso. Aquel amigo del Rey que dijo que le bastarían 500 hombres para pacificar el Rif.
Hasta este día así había sido. Hasta entonces las harkas rifeñas hostiles al avance español, no habían mostrado sino pequeñas y cortas escaramuzas para captura de botín y salir corriendo. El resto de las Cabilas daban muestras de amistad al paso de las tropas de Silvestre. Nada se oponía a Silvestre, el victorioso, en su impensable hazaña.
Debido a la mala prensa de la guerra en España y con el fin de evitar bajas nacionales, las tropas de choque eran siempre regulares, harkas amigas y la policía indígena. Los soldados españoles quedaban para tareas de guarnición. La mayoría no había pegado nada más que los disparos mínimos durante la instrucción y solo contaba los días para volver a su casa, soñando con volver ver a su novia y a su familia.
Más aún, cuando el año anterior se creó el Tercio de Extranjeros, la Legión Española, a la que se alistaron los más aventureros y valientes, ya que se cobraba más, por el mismo trabajo al fin y al cabo. Además, tocaba la licencia de los reclutas de tercer año, los veteranos.
Así estaba el victorioso ejército, menguado en tropas veteranas, disperso y en medio de las montañas. Solo unos pocos caminos practicables, para poder llevar las mulas de suministro les unían con Melilla. Guarniciones de hasta dos compañías, la guarnición típica estipulada para un blocao, estaban abandonadas en las áridas y escarpadas tierras del norte de África en lo que parecían posiciones seguras.
Estas posiciones estaban en los altos de las colinas, sobre terreno de dura roca que no permitía excavar trincheras. Esta elevada posición privilegiada, sobre la que dominaban la zona, evitaba las bajas por paqueo. Lamentablemente, también eran las zonas donde no había ni una gota de agua. Los soldados dependían de los suministros o debían los soldados descender a los valles para hacer las aguadas, muchas veces a kilómetros. Y por ello, el recorrido para la aguada, convertía el viaje en un infierno bajo el calor y el fuego enemigo. Cada litro de agua se pagaba con muchos litros de sangre. Pero, no había más agua. Excepto la que milagrosamente pudiera dejar caer Dios sobre sus cabezas.
Pero todo era gloria, ¡VICTORIA! Hasta entonces.
Abd el Krim llevaba tiempo escondido en su cabila de Beni Urriaguel, la más poderosa y temida de todo el Rif. La cabila rifeña más alejada de Melilla. Aquella desconocida, sin mapas, oculta y fuera de todo control. Así había sido por siglos. Los rifeños llevaban viviendo desde siempre sin otra autoridad que la de su propia cabila y su caudillo.
Y jamás aceptaron otra, ni española, ni la del propio sultán del Majzén. Territorio
Comanche donde no hay más ley que la de la gumía o el rifle, donde habitan los más fieros y pendencieros guerrilleros, que ni dan ni esperan cuartel. Donde las casas no son sino fortines.
Allí hacía grandes negocios Abd el Krim con contrabandistas europeos, incluso
españoles. Siempre odió el de Axdir a los franceses y prefería hacer negocios con
alemanes, pero nunca hizo ascos al dinero, viniera de donde viniera. Sus ricas minas de hierro le permitieron disponer para su harka y para muchas más del armamento más moderno, como los famosos y certeros rifles franceses Lebel. Y a todo armamento al que se buscaba salida, ahora que la Gran Guerra había finalizado.
El hierro que manaba a cielo abierto de las montañas del Rif permitía a Abd el Krim, quien estudió minas en España, una fuente casi inagotable de recursos. De hecho, contaba con un presupuesto muy superior al de su rival español.
Y lo iba a utilizar. Amenazó a Silvestre, quien avisa no es traidor. Pero cualquiera que conociera a Silvestre sabía que aquello no haría sino llamarlo a la cueva del león del Atlas.
¡No cruzarán los españoles el río Amekrán, o éste se teñirá con su sangre!, dijo su
profecía. Aún así, cruzó primero ligeramente Silvestre el río maldito, disimuladamente, sin que se notara mucho, mostrando gallardía pero sin entablar combate directo. Se ocupó Sidi Dris en la costa. Adb el Krim lo ignoró, por el momento.
Como en las peleas de gallos, en el Rif era más habitual enseñar las garras que pegar picotazos. Y Silvestre era el gallo con el pico más grande. Quizá por ello, o porque la cabila de Temsamán se lo pidió por miedo a los de Abd el Krim. El hecho es que Silvestre, dio un último paso adelante. Nunca sabremos si le habían tendido una trampa, pero realmente, tampoco necesitaba mucho cuento Silvestre para enseñar sus garras. Tampoco podía permitirse que sus aliados pensasen que no era el gallo más fuerte del corral.
Se iba a tomar el monte Abarrán, más allá del río Amekran, fortificarlo y guarnecerlo con 2 compañías de infantería (una cía. de regulares y una mía de policía indígena, como era habitual), tropas de la harka de los Temsamán y una batería de 4 cañones de montaña.
Sería suficiente. Probablemente ni siquiera sería atacada. Sería la línea más adelantada a unos 15 km del campamento principal de Annual. Desde allí tendría paso abierto a la cabila de Beni Urriaguel. Quedaría cerrado el paso a las montañas, donde los españoles se encontraban encerrados en sus blocaos, guarneciendo a las cabilas supuestamente amigas. Un gran plan sobre el papel. Siempre que el enemigo se achantase, como había sido costumbre.
Solo como presencia e imagen de fuerza para evitar sangrías, nada más. Una tarea más policial que la esperada de un ejército. El mandato del acuerdo de Algeciras, firmado con las potencias europeas y el sultán, era de pacificar la región, no de conquistarla.
Pronto llegaron los problemas. La columna Villar con los ingenieros pudo ver para su decepción que el terreno era roca pura y no se podía cavar. El parapeto sería por lo tanto sólo de sacos terreros y muy bajo, no mucho más de 30 cm, porque muchos de los sacos estaban podridos. Peor aún, las estacas de las alambradas quedaban prácticamente sueltas al no poder clavarse. Solo habría que levantarlas para sortear el alambre de espino.
Pero no acababan aquí las sorpresas que deparaba aquella desconocida montaña. La cumbre donde se situaría el parapeto era una minúscula planicie sobre una pendiente escarpadísima cubierta de matorrales que permitiría a los enemigos acercarse sin ser vistos, ni disparados. Los preciados cañones tendrían que disparar a cota cero, solo a quemarropa, cuando los enemigos ya estuvieran sobre ellos.
Y bajo el monte había un monte sagrado, uno de tantos lugares de culto, quizás donde yacen los restos de un santo con Baraka, en uno de tantos morabitos que afloran por todos los rincones de Marruecos. Justo allí y de aquella manera quedó sola la guarnición.
Tan pronto como quedó finalizada la supuesta operación de fortificación, comenzaron a llegar los rifeños a millares. La imagen desde lo alto y el griterío debieron de ser tan terroríficos que la columna de ingenieros puso pies el polvorosa dejando a los desdichados defensores a su suerte. Frente a ellos se habían concentrado 3 mil rifeños dispuestos a sacarles las tripas con sus gumías.
Los de transmisiones enviaban mensajes con heliógrafo a Annual, desde donde con sus propios ojos ya podían ver que algo iba mal.
Los aliados de la harka de Temsamán fueron los primeros en ponerse nerviosos. Primero pidieron entrar en el parapeto, pero les fue negado, por espacio y por precaución. Los cabileños luchan por botín o por defensa y se arriman al más fuerte. Y estaba claro que en aquella posición los españoles no eran los más fuertes. Así que según avanzaban los de Abd el Krim, se fueron cambiando de bando y comenzaron a disparar a los españoles.
La policía indígena también mostraba signos de desafección. El capitán Huelva, al
mando de la guarnición, hacía muestras de heroísmo español, desafiando a la muerte mientras arengaba a sus tropas con vivas a España, cuando un policía indígena a su lado le voló la tapa de los sesos.
Pero no todos los policías indígenas siguieron el mismo ejemplo. El bravo caíd de la policía combatió hasta que disparó su última bala sobre sí mismo.
Los españoles sabían que iban a morir, que no habría cuartel, que iban a matarlos de alguna de esas formas salvajes a que estaban acostumbrados por aquellos lares perdidos de toda civilización, donde la única ley que impera es la del más fuerte. Es en esas desesperadas situaciones donde se siembran los campos de gloria con Laureadas de San Fernando, la más alta condecoración española, aquella que se otorga casi únicamente con una valerosa entrega de la propia existencia al panteón de héroes de España.
Fue entonces cuando el segundo al mando, el capitán Salafranca tomó con determinación y heroísmo el control. Con sus muestras de valor consigue mantener el orden de la defensa. Los regulares son tropas de choque y se mantienen leales junto a su oficial. Salafranca es herido, pero sigue al frente ordenando una carga a la bayoneta que permite a los regulares posicionarse junto a la artillería, que ya se veía desbordada.
¡Calen bayonetas!...¡Santiago!...¡Por España!...¡A la carga!
Y cae abatido de varios tiros logrando organizar la retirada que permitirá salvar la vida tras 15 km de huida a 59 soldados (24 españoles y 35 nativos), algunos heridos, hasta con 5 balazos en el cuerpo. Fue ahí donde terminó su vida, pero nació su eterna leyenda.
No es la última leyenda nacida en Abarrán. No fue menor el sacrificio del teniente de artillería Fromesta, quien fue herido y capturado cuando intentaba inutilizar los cañones para que no los pudiera usar el enemigo contra españoles. Fue horriblemente torturado y muerto de sed por negarse a enseñar a los rifeños a utilizar aquellas grandes bocas de fuego.
¡Viva España! La tierra madre de grandes héroes, pero casi siempre sin un gran señor.
Aunque las bajas españolas no fueron muy numerosas, pues pudieron escapar en su mayoría, Abd el Krim ya tenía lo que buscaba, una victoria con la que atraer a las cabilas a su lado, un botín nunca visto compuesto de 4 cañones Schneider de montaña de 75mm. Lo único que hasta entonces nunca habían conseguido. Y una llamada a la Guerra Santa.